La isla mínima

Vuelta al sur, al sur marismeño, al missisipi español. Entre cañavarelales, la tragedia convive con la dureza del medio, con el día a día al que hay que hacer frente. La vida transcurre lenta y desabrida en algún lugar desconocido del delta del Gualdalquivir, en plena transición política. La realidad es fangosa, indefinida y apenas regala algún momento de relajación más allá de la visita anual de los feriantes. Con estos datos los amantes de las series pueden pensar en los capítulos de "True Detective" y en la colección de vírgenes secuestradas en la américa profunda alrededor de un macabro ritual.

La isla mínima podría haber sido el equivalente casposo de esta historia y Javier Gutiérrez y Raúl Arévalo haberse convertido en las réplicas demacradas de McConagheu (como quiera que se escriba) y Harrelson (Woody, el de Cheers). Pero la mano maestra de Alberto Rodríguez (Grupo 7) nos regala un fresco lleno de vida, un mecanismo cinematográfico tan bien engrasado que todos los componentes bailan al ritmo de un guión incontestable, sin fisuras y Rodríguez consigue encauzar a los actores para que brillen sin necesidad de diálogos profundos y sesudas réplicas. La densidad la da el ambiente, la humedad, la susceptibilidad latente de los paisanos y, sobre todo, el protagonista principal: los canales naturales de las marismas que se expanden impenetrables y cambiantes, como los colores puros del sur.